Le Havre (2011) de Aki Kaurismäki
El
adjetivo trascendental parece ser el más apropiado para dimensionar los
logros de la última película del finlandés Aki Kaurismäki (1957-). El
origen de dicha definición se lo debemos al cineasta y guionista
americano Paul Schrader, quien comprendiera bajo este estilo
cinematográfico la estética de tres autores clave: Yasujiro Ozu, Carl
Theodor Dreyer y Robert Bresson. Se trata de obras distantes entre sí,
provenientes de culturas y tradiciones cinematográficas muy diferentes.
No obstante, según Schrader, éstas encuentran sus similitudes en la
originalidad con la que sus directores plasmaron en el propio lenguaje
cinematográfico un determinado contenido espiritual y metafísico. La
luz, la plástica de la escenografía, los planos y la línea temporal de
sus películas se despegan de la razón pura y la causalidad para
alinearse en un discurso donde los recursos estéticos buscan lo sagrado
en aquellos recovecos que sólo el cine puede siquiera averiguar o
desvelar. El cine como vía para traer a la vida los conceptos no
tangibles ni cuantificables, pues. El ascetismo de Bresson y la
contemplación de Ozu son, en principio, dos inspiraciones fundamentales
para que Kaurismäki construya su propio universo. Suaves colores fríos,
planos casi inmóviles y un hieratismo interpretativo impertérrito son
las constantes de su cine.
En Le Havre: el puerto de la esperanza
(como se le ha subtitulado aquí en México), Kaurismäki abandona el
círculo polar para embarcar su historia en el puerto francés homónimo de
la película. Ya había dejado Finlandia antes en Contraté un asesino a sueldo (1990, ambientada en Londres) y en La vida Bohemia (1992), entre otras. Curiosamente, la historia de Le Havre pareciera ser, en principio, una suerte de spin-off
de uno de los personajes de esta última película: el escritor venido a
menos Marcel Marx (André Wilms). Marx es feliz con el poco dinero que
obtiene en su oficio de lustrar zapatos, siempre y cuando esté al lado
de su esposa Arletty (la inigualable Kati Outinen, actriz indispensable
en el cine de Kaurismäki). Por cuestiones del azar, un niño negro
inmigrante de Gabón llamado Idrissa (Blondin Miguel) es acogido por el
limpiabotas. Mientras tanto, Arletty enferma de un mal que parece
mortal. Por su parte, el detective Monet (increíble Jean-Pierre
Darrousin, en clave ultra-contenida y entrañable) busca a Idrissa para
deportarlo.
Kaurismäki
toma distancia de la severidad de algunas de sus películas más
reconocidas y se inclina ahora por narrar un cuento diferente. La
sequedad y dureza de La chica de la fábrica de cerillos, el tenor trágico de La vida bohemia o el peso insoportable de la frustración que padece el personaje central de Luces al atardecer
son dejadas de lado para, -¿cómo decirlo?-, hacernos partícipes en una
historia hecha a base de ternura. Ello no quiere decir que se ignore la
realidad. Por el contrario, son los mismos signos que ella impone los
que construyen el tono empleado por Kaurismäki como columna argumental
de Le Havre. Marx (el apellido no es gratuito) podría ser, en
todo caso, un buen gandul con conciencia social. Así, la relación entre
Marx e Idrissa no está retratada como una hipotética y antojable
relación padre-hijo (que hemos visto en el cine un sinfín de veces en el
ya cansino registro de la redención), sino como una circunstancia ética
que Marx no puede eludir. La mano impasible del Estado sigue estando
tan ciega como en el resto de sus películas, sólo que ahora en Le Havre
comienza a obrarse, literalmente, el amor. Como contrapeso a la inercia
institucional, se nos presenta en el personaje de Monet la posibilidad
de emancipación en nombre de un ideal sin caer en el convencionalismo
sentimental. Conviene recordar la escena en que el prefecto le comunica
que debe de detener al pequeño prófugo. Sólo se le representa como una
voz impersonal (sin persona visible para nosotros).
En Un hombre sin pasado (2002), un sujeto es golpeado por unos skinheads.
Como resultado, pierde la memoria, su pasado, sus amigos, la
posibilidad de tener un empleo y una vida. El imperativo cristiano es
trasladado de las apolilladas santas escrituras, y es puesto en escena
en los barrios pobres de Helsinki: la comunidad ayuda al desmemoriado y
le da un lugar en el mundo. Al mismo tiempo, él reencuentra el amor con
una voluntaria de la caridad. Si algo llama la atención de las acciones
de Marx es que pareciera que le faltan los motivos. Gracias a un ángulo
contemplativo casi perenne en toda la película, Kaurismäki desenvuelve
con maestría una compleja conjunción de buenas voluntades que parecieran
brotar o flotar del puerto, sin acusar en ningún momento un interés
secundario. Incluso Monet deja ver al principio su vocación por la
justicia a favor del ser humano en lugar de la brutalidad producto de la
ceguera de las instituciones. Otro momento mágico: cuando el cantante
Little Bob se reconcilia con su amada y accede a ofrecer un concierto en
pos de que el pequeño viajero pueda llegar a su destino. Surge, de la
nada, una evocación dreyeriana al poder de la luz como reflejo de una
iluminación interior. El emotivo toque de humor Kaurismäki: cuando Monet
tiene un affaire con una piña y con la camarera del bar. Marx emprende una tarea individual que termina siendo colectiva: que Idrissa, el pequeño marinero, llegue a su destino a salvo.
La
parquedad de los personajes es otra cualidad que Kaurismäki ha sabido
cultivar. Su estilo característico busca lo inefable que sólo el cine
puede revelar (inspiración directa del cine de Bresson), y quitar el
adorno histriónico es, para él, un paso imprescindible. En Le Havre,
la solidaridad flota en la película como una sustancia sin lógica y muy
contagiosa. A diferencia del cine clásico, la buena voluntad no recae
en el psicologismo ni en la introspección de personajes, lo que quiere
decir que tampoco nos llega a partir del énfasis de los actores. El
director no nos quiere convencer por la vía discursiva, sino que opta
por capturar el flujo de acciones humanas tejidas por una causa en
común. El plano es su punto de vista. También es mediante unos planos
que refleja la maldad en la figura del delator que se oculta en las
sombras y que llama a la policía al amparo del anonimato. No hay énfasis
en su rostro, sólo en unas manos que observan a discreción desde la
privacidad de un escondite cuando Marx oculta a Idrissa en su casa; o un
plano donde las mismas manos acusadoras someten al pequeño con fiereza
para impedir su escape.
Le Havre viene a ser una hermosa reflexión por el otro. En este caso, por el desarraigado, el que vive en las antípodas y que sobrevive a la mano del Estado primermundista que aplasta todo lo que le es lejano. En otra escena, el doctor le dice a una desesperanzada Arletty que ‘los milagros pasan’, al mismo tiempo que le confirma que su mal es incurable. Lo trascendental que Kaurismäki consigue en Le Havre es filmar el carácter íntimo y secreto del milagro sociocomunitario. Sólo es visible (vivible) para aquellos que saben mirar la belleza en el bienestar ajeno, que comprendan la esperanza no en el sentido de la recompensa producto del buen obrar, sino como un cambio en el ser. La dimensión del milagro es tan íntima que el nacimiento de una flor puede ser el milagro en sí.
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