martes, 11 de septiembre de 2012

Las obras del amor

Le Havre (2011) de Aki Kaurismäki


El adjetivo trascendental parece ser el más apropiado para dimensionar los logros de la última película del finlandés Aki Kaurismäki (1957-). El origen de dicha definición se lo debemos al cineasta y guionista americano Paul Schrader, quien comprendiera bajo este estilo cinematográfico la estética de tres autores clave: Yasujiro Ozu, Carl Theodor Dreyer y Robert Bresson. Se trata de obras distantes entre sí, provenientes de culturas y tradiciones cinematográficas muy diferentes. No obstante, según Schrader, éstas encuentran sus similitudes en la originalidad con la que sus directores plasmaron en el propio lenguaje cinematográfico un determinado contenido espiritual y metafísico. La luz, la plástica de la escenografía, los planos y la línea temporal de sus películas se despegan de la razón pura y la causalidad para alinearse en un discurso donde los recursos estéticos buscan lo sagrado en aquellos recovecos que sólo el cine puede siquiera averiguar o desvelar. El cine como vía para traer a la vida los conceptos no tangibles ni cuantificables, pues. El ascetismo de Bresson y la contemplación de Ozu son, en principio, dos inspiraciones fundamentales para que Kaurismäki construya su propio universo. Suaves colores fríos, planos casi inmóviles y un hieratismo interpretativo impertérrito son las constantes de su cine.

 

En Le Havre: el puerto de la esperanza (como se le ha subtitulado aquí en México), Kaurismäki abandona el círculo polar para embarcar su historia en el puerto francés homónimo de la película. Ya había dejado Finlandia antes en Contraté un asesino a sueldo (1990, ambientada en Londres) y en La vida Bohemia (1992), entre otras. Curiosamente, la historia de Le Havre pareciera ser, en principio, una suerte de spin-off de uno de los personajes de esta última película: el escritor venido a menos Marcel Marx (André Wilms). Marx es feliz con el poco dinero que obtiene en su oficio de lustrar zapatos, siempre y cuando esté al lado de su esposa Arletty (la inigualable Kati Outinen, actriz indispensable en el cine de Kaurismäki). Por cuestiones del azar, un niño negro inmigrante de Gabón llamado Idrissa (Blondin Miguel) es acogido por el limpiabotas. Mientras tanto, Arletty enferma de un mal que parece mortal. Por su parte, el detective Monet (increíble Jean-Pierre Darrousin, en clave ultra-contenida y entrañable) busca a Idrissa para deportarlo.



Kaurismäki toma distancia de la severidad de algunas de sus películas más reconocidas y se inclina ahora por narrar un cuento diferente. La sequedad y dureza de La chica de la fábrica de cerillos, el tenor trágico de La vida bohemia o el peso insoportable de la frustración que padece el personaje central de Luces al atardecer son dejadas de lado para, -¿cómo  decirlo?-, hacernos partícipes en una historia hecha a base de ternura. Ello no quiere decir que se ignore la realidad. Por el contrario, son los mismos signos que ella impone los que construyen el tono empleado por Kaurismäki como columna argumental de Le Havre. Marx (el apellido no es gratuito) podría ser, en todo caso, un buen gandul con conciencia social. Así, la relación entre Marx e Idrissa no está retratada como una hipotética y antojable relación padre-hijo (que hemos visto en el cine un sinfín de veces en el ya cansino registro de la redención), sino como una circunstancia ética que Marx no puede eludir. La mano impasible del Estado sigue estando tan ciega como en el resto de sus películas, sólo que ahora en Le Havre comienza a obrarse, literalmente, el amor. Como contrapeso a la inercia institucional, se nos presenta en el personaje de Monet la posibilidad de emancipación en nombre de un ideal sin caer en el convencionalismo sentimental. Conviene recordar la escena en que el prefecto le comunica que debe de detener al pequeño prófugo. Sólo se le representa como una voz impersonal (sin persona visible para nosotros).



En Un hombre sin pasado (2002), un sujeto es golpeado por unos skinheads. Como resultado, pierde la memoria, su pasado, sus amigos, la posibilidad de tener un empleo y una vida. El imperativo cristiano es trasladado de las apolilladas santas escrituras, y es puesto en escena en los barrios pobres de Helsinki: la comunidad ayuda al desmemoriado y le da un lugar en el mundo. Al mismo tiempo, él reencuentra el amor con una voluntaria de la caridad. Si algo llama la atención de las acciones de Marx es que pareciera que le faltan los motivos. Gracias a un ángulo contemplativo casi perenne en toda la película, Kaurismäki desenvuelve con maestría una compleja conjunción de buenas voluntades que parecieran brotar o flotar del puerto, sin acusar en ningún momento un interés secundario. Incluso Monet deja ver al principio su vocación por la justicia a favor del ser humano en lugar de la brutalidad producto de la ceguera de las instituciones. Otro momento mágico: cuando el cantante Little Bob se reconcilia con su amada y accede a ofrecer un concierto en pos de que el pequeño viajero pueda llegar a su destino. Surge, de la nada, una evocación dreyeriana al poder de la luz como reflejo de una iluminación interior. El emotivo toque de humor Kaurismäki: cuando Monet tiene un affaire con una piña y con la camarera del bar. Marx emprende una tarea individual que termina siendo colectiva: que Idrissa, el pequeño marinero, llegue a su destino a salvo.


La parquedad de los personajes es otra cualidad que Kaurismäki ha sabido cultivar. Su estilo característico busca lo inefable que sólo el cine puede revelar (inspiración directa del cine de Bresson), y quitar el adorno histriónico es, para él, un paso imprescindible. En Le Havre, la solidaridad flota en la película como una sustancia sin lógica y muy contagiosa. A diferencia del cine clásico, la buena voluntad no recae en el psicologismo ni en la introspección de personajes, lo que quiere decir que tampoco nos llega a partir del énfasis de los actores. El director no nos quiere convencer por la vía discursiva, sino que opta por capturar el flujo de acciones humanas tejidas por una causa en común. El plano es su punto de vista. También es mediante unos planos que refleja la maldad en la figura del delator que se oculta en las sombras y que llama a la policía al amparo del anonimato. No hay énfasis en su rostro, sólo en unas manos que observan a discreción desde la privacidad de un escondite cuando Marx oculta a Idrissa en su casa; o un plano donde las mismas manos acusadoras someten al pequeño con fiereza para impedir su escape.


 

Le Havre viene a ser una hermosa reflexión por el otro. En este caso, por el desarraigado, el que vive en las antípodas y que sobrevive a la mano del Estado primermundista que aplasta todo lo que le es lejano. En otra escena, el doctor le dice a una desesperanzada Arletty que ‘los milagros pasan’, al mismo tiempo que le confirma que su mal es incurable. Lo trascendental que Kaurismäki consigue en Le Havre es filmar el carácter íntimo y secreto del milagro sociocomunitario. Sólo es visible (vivible) para aquellos que saben mirar la belleza en el bienestar ajeno, que comprendan la esperanza no en el sentido de la recompensa producto del buen obrar, sino como un cambio en el ser. La dimensión del milagro es tan íntima que el nacimiento de una flor puede ser el milagro en sí.


viernes, 7 de septiembre de 2012

Comienzos



El origen de este blog no tiene que ver nada más con mi amor al cine, sino también con la necesidad de divulgar las ideas que me surgen cuando las películas me asaltan en la tranquilidad de mi escondite. Basta echar un vistazo a la red para darse cuenta que en lo absoluto se trata de un fenómeno excepcional: existen un montón de blogs sobre cine. Es un arte que seduce y cautiva al ojo inquieto y al soñador incólume. El blog no tiene mayor expectativa que el de ser el arroz en en el camino, o tal vez -y ya rayando en lo cursi- la de ser un futuro depósito de cartas amorosas no correspondidas que el día de mañana podré revisar. 


Ya nacimos, pero...

Lo admito: he robado títulos para hacer este blog. Nunca he sido especialmente iluminado a la hora de los bautizos, pero mis hurtos son plenamente asumidos. Me remitiré a dos momentos de dos películas que me han marcado demasiado. De hecho, al tratar de justificarme, ya tengo un tema para mi primera entrada: la decepción.

La primera, llamada 'He nacido, pero...', o conocida en algunos países como 'Y sin embargo, hemos nacido...' (1932), es una de las mejores obras silentes de Yasujiro Ozu. Aquí, se ven plasmadas ya sus temáticas, angustias y, me atrevo a decir, su particular reflexión en torno al hombre. La película da inicio con dos niños que se llevan mal con los otros chicos del vecindario, en especial con el matón hijo del jefe de su propio padre. Ambos le confieren un lugar de respeto y admiración al padre, a pesar de que es un hombre modesto, con pocos recursos económicos y de aspecto flacucho, largo y con poca clase. No olvidemos ese plano en el que el padre regaña a los chicos por una riña, y éstos se limitan a observar sus pies escuálidos, que portan unos calcetines viejos y con una postura con la cual nadie lo tomaría en serio. Nadie, salvo sus hijos. 

Esta gran obra maestra tiene un momento irrepetible debido a la vulnerabilidad en la que de pronto quedan los personajes principales. Los hermanos acuden a la exhibición de una película casera en la sala del matón, tan sólo para recibir una especie de golpe directo al orgullo. En el video, su padre hace toda clase de payasadas y poses ridículas y grotescas para entretener a su jefe y a otros hombres importantes de la empresa. La vergüenza es incluso mayor, ya que el padre forma parte del público. Al regresar a casa, los niños llegan a la certeza de que es un hombre poco importante, que no infunde respeto y autoridad. Ambos toman la decisión de dejar de hablar y comer por completo hasta que algo cambie. 



                                                   La parte que menciono inicia a partir del minuto 5:30


El tono inicial de la historia es más bien cómico. Sin embargo, después del suceso comentado en el párrafo anterior, se desvela el abismo en la habitación y brotan los malestares de una sociedad en donde -se nos sugiere que- el éxito personal es apreciado en función del puesto y los ingresos obtenidos. Ozu nos presenta de forma bastante amena una serie de vivencias infantiles por donde navega un contenido latente y soterrado, que justamente sale a flote a partir de que conocen quién es su padre para los demás y lo que eso implica para ellos. Mientras los chicos duermen, después de una pelea ocasionada por el carácter sumiso y mediocre de su progenitor, este le susurra a su esposa: ¿llegarán a ser tan mediocres como nosotros?

Al final, la sensación que deja 'He nacido, pero...' (Y sin embargo, hemos nacido) es la de apechugar frente a las frustraciones con las que nos golpea la vida. Sólo queda la dolorosa contemplación como remedio cuando no se puede conseguir lo mínimo para que los hijos tengan una vida digna, más cercana a sus deseos e, incluso, una existencia más feliz. Un alcance ético y estético de Ozu en 'He nacido, pero...' es el de capturar en la decepción de los niños una convulsión de su propio espíritu ante la dura imposición de la realidad. Dejar de comer y hablar renuencia a aceptar la sociedad que les tocó. Al mismo tiempo, en el lado diametralmente opuesto, el padre asume su situación y vive feliz con lo que tiene que hacer para ganarse la vida y poder darle algo más a su progenie. Es como si el conflicto que se desarrolla en el mismo espacio, pudiésemos contemplarlo desde dos perspectivas lejanas entre sí, pero irremediablemente enlazadas por la dura línea vital. Quizás sea una mera impresión, pero en el profundo poso que deja esta película, pareciera como si retratara dos puntos cruciales de la vida humana, representados por la metáfora del padre y los hijos como el ayer y el mañana, la sumisión frente a la rebelión y la aceptación de las circunstancias frente a la sublevación, aún cuando ésta sea a través del silencio y el hambre.

Regreso a Arcadia

Ahora bien, la referencia hecha en la dirección del blog tiene un motivo más subjetivo. Cuando pienso en un 'pasillo arcadia', de inmediato viene a mi recuerdo el rostro de un hombre mirando con melancolía una película en un viejo cine de barrio en alguna ciudad al norte de España. Este hombre, de barba arreglada y aspecto clásico y elegante, ve morir a la mujer que alguna vez amó y que, probablemente, todavía añora. La escena de la que hablo sucede en la cinta 'El sur' (1983), obra central del cineasta español Víctor Erice. El cine donde Agustín vio aquella película justamente llevaba por nombre 'Arcadia'. La mujer, antes de ser asesinada por un hombre despechado, musitaba 'Blue moon' mientras se peinaba frente al espejo. 




                                                          Irene Ríos: "¿felices? -Nunca supe lo que era eso"



Tiempo después, Agustín escribe una carta a esa mujer - llamada Laura en la vida real, pero conocida como Irene Ríos en el ámbito profesional-, después de muchos años de no hablarse. Laura responde cosas vagas, pero termina sentando que cualquier trato entre ellos no tiene sentido. Envió la carta sólo para saber por qué Agustín le escribió. Al no poder ofrecerle una respuesta clara, Agustín deambulará taciturnamente el tiempo que el quede.

Afuera del cine Arcadia y del café donde Agustín escribió la carta a Laura, su hija Estrella lo vigilaba, escondida. Esa ha sido su postura de siempre.

El argumento de 'El sur' se nos transmite no sólo por la preciosa voz en off de una Estrella adulta (el cual en sí nos traslada al territorio escurridizo de la memoria y los afectos), sino también por el halo de misterio que Erice le provee con sus fundidos y, sobre todo, con su composición plástica tan evocadora de un ayer mágico, cálido y carnal percibido desde un hoy triste, frío, árido en expresión de afectos. En el mismo tono, la música elegida precisa aún más el aura de melancolía que emana de Agustín, y el anhelo de Estrella por salir de ese cascarón familiar donde sólo habitan sombras y secretos. 

Laura/Irene Ríos vive en el sur de España (cerca de Sevilla, en la provincia de Carmona), que es el lugar de origen de Agustín. Él escapó de ahí hace ya bastantes años, poco después de la Guerra Civil Española. Supuestamente, por problemas ideológicos con su padre, el abuelo de Estrella, cosa que no queda del todo clara. No es mi intención repetir lo que en tantos sitios se ha dicho sobre los planos geográficos y metafóricos en los cuales se desarrolla la trama y de su respectivo trasfondo ético. Seguramente en un futuro procuraré decir algo fresco sobre ello. Quizás lo único que por ahora me gustaría aventar al aire es esta idea del ansia de migrar -como un ave que cada invierno vuela al sur- largamente pospuesta. Agustín estuvo a punto de ir al sur y, así, revivir en un sentido tácito, pero se negó a hacerlo boleto en mano. Es raro, pero al igual que en la cinta de Ozu, en 'El sur' nuevamente aparece el peso de la existencia como un fantasma que catapulta -o sepulta- los deseos más profundos. Estrella continúa su camino, mientras que el de Agustín parece haberse acabado. Es como un hombre hechizado y convertido en piedra.

La escena de la última conversación entre Estrella y Agustín es indudablemente conmovedora, emocionante, triste. Erice la recorre plácidamente con su lenguaje poético. He aquí un fragmento de la misma:



(Spoiler)

Poco después, Agustín se suicida. Estrella emprenderá un viaje que es suyo y que había sido pospuesto temporal y ahora defintivamente por su padre. Hasta entonces, la vida de Estrella había sido, en buena medida, el cultivo imaginario de lo que sería el sur. El paso al acto viene a ser un choque de profundo alcance que Agustín no pudo realizar a final de cuentas y que viene a ser un instante clave para su hija... y es ahí cuando, por motivos fuera del guión, la película termina. 

(fin de Spoiler)

El nombre de Arcadia aparece unido al sur caluroso y sensual. La misma Estrella en su niñez lo pensó como un lugar lejano y ficticio. En lo personal, y a reserva de que me hace falta meditarlo con más calma, siento que encontrar esa Arcadia mágica que los seres humanos soñamos y que se nos dibuja sutilmente en 'El sur' es, más bien, como dijera el crítico español Ángel Fernández-Santos, la búsqueda de 'un sur mental'. Un pasado que Agustín no pudo soportar, y que a la joven Estrella le inyecta curiosidad e impulso llegar a conocer. Tal vez llegar a la Arcadia pudiera ser una actitud: no pensar tanto en la felicidad, y limitarse a vivir a todo pecho. 

Con ustedes, quedo. 

No sabría expresar qué es lo que tiene de mágico el cine que me hace dedicarle tanto tiempo de mi vida: lo veo, lo vuelvo a ver, lo reviso todas las veces que puedo, lo busco, lo recuerdo, lo añoro. De cualquier forma, sería muy bonito si otras personas pudieran unirse a esta experiencia.